lunes, 3 de junio de 2013

The will to survive


(Wendy's Logbook, octubre 2010)

Kungshamn, Suecia. Días de trabajo intensivo en la nave donde el barco va a pasar su primer invierno conmigo. El trabajo en soledad hace que una parte de la mente se dedique a divagar, mientras otra parte está concentrada en guiar las manos a través de las diversas tareas materiales que componen mi larga lista de pendientes, como si el que trabaja contra reloj  y el que reflexiona distraído fuésemos personas distintas.

Sí, mucha soledad... Duermo en el propio barco, que está en seco, en medio de otros barcos, en una nave industrial, a las afueras del pueblo. Apago las luces en el interruptor general y camino a oscuras este hangar, donde
resuenan mis propios pasos; subo abordo por una escalera de tijera, hago a un lado herramientas y materiales (que no recojo porque así mañana retomo exactamente donde lo dejé), y me meto en el saco, con sensación extraña porque el barco no está a flote. Se me está clavando algo en la espalda, que no sé si es la tenaza de prensar terminales eléctricos, la pistola de la silicona, o la manguera de la bomba de achique nueva; me da igual, ahí se queda, mañana estará montada en su sitio definitivo en el barco y ya no tropezaré más con ella. Me acuesto muy tarde, porque la lista de tareas es larga, y porque nadie me espera para cenar ni para dormir. Y me despierto muy temprano, porque la actividad en este polígono industrial empieza muy temprano, como es propio del país. Así día tras día (y noche tras noche). Con salidas esporádicas a comer un kebap, a comprar material a una ferretería, a explorar en busca de una plaza de amarre para el próximo año, o a intentar darme una ducha en los baños del puerto de Smögen, que aunque está desierto, aún conserva la misma clave de entrada que durante el verano pasado, en el que fuimos asiduos visitantes. 

En estas divagaciones en que la mente se me evade del cuerpo, mientras las manos trabajan sin cesar, vengo preguntándome a qué raza pertenecería yo si tuviese que enfrentarme a una situación verdaderamente límite. Un peligro, una catástrofe. Lo que en una película  sería el avión que se estrella, o los caballos que mueren y hay que caminar a través del desierto (ojo: la realidad siempre supera a la ficción). La duda es si pertenezco a los que se resisten y luchan desesperadamente por sobrevivir, o a los que la endiñan irremisiblemente y se entregan a la parálisis del pánico y del "no podré", como en las pesadillas. No lo sé, ni creo que tenga forma de saberlo hasta que llegue ese momento. Debe ser una cuestión de madera, de aquello de lo que estamos hechos, de instinto: no basta con practicar o entrenar; se tiene o no se tiene. Sobrevivir es, después de todo, por esencia, por etimología, "mantenerse vivo".

Pienso en esto cuando veo el temporal en la costa exterior del archipiélago, desde tierra, y cuando me imagino navegando ese mar. No recuerdo pensar en estas cosas cuando ya estoy en travesía. Parece que estas reflexiones sean fruto de la autosugestión propia de los días de preparativos previos a la navegación, en tierra firme, en los que, como parte de esa preparación, repasas y reproduces situaciones y escenas, sin que de hecho puedas llegar a vivir e interpretar esas escenas, ni por lo tanto desenvolverte en ellas y resolverlas airosamente. 

Lo cierto es que llega el día, largas amarras, y, aunque no inmediatamente (sigues repasando lo mucho que puede sobrevenir, y chequeando si para cada eventualidad tienes un buen plan...), con el paso de las horas, o al segundo día, uno acaba liberándose de toda esa carga de conjeturas y suposiciones. Y todo comienza a fluir espontáneamente: el análisis de las situaciones, la toma de decisiones, la acción necesaria en cada caso. Acabas actuando a base de automatismos, y te sientes en sintonía con el barco y con todo lo que sucede alrededor, por más que las condiciones del mar puedan llegar a ser violentas. Entregado a ese espíritu práctico  (no creo que llegue a ser entereza, en mi caso), todo se reduce a hacer esto que sabemos, lo mejor que podamos, sin pensar en la que estamos metidos...

Seguramente ese espíritu práctico que toma el control en navegación es el mismo que conduce las manos y las herramientas a través de la larga lista de preparativos en tierra, mientras "el otro yo", más reflexivo, divaga en elucubraciones como esta que ahora escribo. Así es como, una vez puesto rumbo y encarada la situación real (y ya no la escena evocada), todo resulta sencillo, las conjeturas quedan atrás como un mero ejercicio de preparación psicológica, y la "hora de la verdad" pierde toda su mística.

Después de todo, como dice un amigo sueco cuando nos coge mal tiempo en el mar: "Tranquilos, lo vamos a pasar mal, pero no nos vamos a morir de esto".


...every eventuality onboard, no matter how severe, can be met with the determination and conviction that is the essential mark of every survivor.

(Mike Golding, prólogo a RYA Sea Survival Handbook)


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