domingo, 17 de mayo de 2015

Look at her



“Vete pensando en vender el barco” (variante: “Vete buscando sitio en una marina seca”

 “Se te acabó la libertad, lo sabes, ¿no?”

“Ya te puedes olvidar de eso de navegar” 

“Ahora ya no tendrás la cabeza para barcos…”

“Le enseñarás a navegar, ¿no?”

Son frases textuales que he oído en los últimos tiempos, con motivo de mi recién estrenada paternidad. Todas muy animosas…

Como han sido comentarios recurrentes, y parecen contener un mensaje común, me he entretenido
clasificando a sus autores en tres categorías (sin acritud, algunos son personas muy queridas):
  • Los que no imaginan la verdadera dimensión de este fenómeno de los barcos, y suponen que es algo a lo que se puede renunciar, simplemente porque la nueva situación “lo exige”.
  • Los que sí conocen la dimensión de esto, porque también les gusta navegar, pero tuvieron que renunciar a hacerlo, cuando se convirtieron en padres, y no admiten que tú puedas correr mejor suerte. Si ellos tuvieron que resignarse, tú debes seguir el mismo camino. Es la percepción alienante de “todos jodidos, todos contentos”. Una actitud muy castiza, nada que extrañar.
  • Los conciliadores, compasivos, que te sugieren que inocules intencionadamente en la recién nacida la pasión por los barcos, para así aumentar tus posibilidades de seguir disfrutando de ellos (“pobre, con lo mucho que te gusta navegar, y que tengas que dejar de hacerlo…”).

Sin ánimo de porfiar al destino, niego la mayor: no es nada de eso.

Navegar, o mejor dicho, en general, “esta cosa de los barcos”, no es una afición, que se tenga que ejercer o practicar, y que por tanto se vea amenazada o arrinconada por una reordenación de las prioridades en el uso del tiempo. Ni siquiera es una militancia, o eso que llaman una ideología, algo en lo que se cree.

“Esta cosa de los barcos” es una forma de ser, en el sentido biológico de la expresión. Como ser mamífero o caducifolio. Así que no hace falta dedicarle ningún tiempo, porque “se es” todo el rato. Son rasgos de los que uno no puede desprenderse, siempre presentes, que se manifiestan en todo lo que hacemos, sea navegar, o cualquier otra cosa. Esto de los barcos no es siquiera “una de las cosas más importantes de la vida”, porque no ocupa un lugar en una escala de valores, sino que conforma -desde fuera- el contenido mismo de esa escala de valores. Es más bien un condicionante ambiental: vivimos instalados en el mar y sus inmediaciones (lo mismo si se toma como contexto geográfico que como estado mental), y ese es el ecosistema en el que nos sucede todo aquello que la vida nos depara.



Por eso, a diferencia de otros abismos vertiginosos de este nuevo oficio (el de ser padre), lo de la conciliación vida familiar/vida marítima no me produce la más mínima angustia. De alguna forma se resolverá, porque “no hay otra”: no es cuestión de extremos que buscan un punto intermedio de compromiso, sino de hechos ciertos irreversibles que buscarán su equilibrio, no entre sí, sino con las vicisitudes y externalidades de los acontecimientos.

Lo más que alcanzo a sentir es curiosidad: me limito a esperar, curioso, hacia qué forma o configuración transitará nuestra vida marítima, ahora que somos padres. Igual que a veces me entretengo ensoñando qué pareja formaremos cuando seamos ancianos.

Amália y yo, con Wendy al fondo, en Smögen (SE)

¿Si enseñaré a mi hija a navegar? Pues, claro. Y a andar en bici, y a tener paciencia, y a moverse en metro por Madrid, y a todo lo que sé hacer que creo que es útil. Si ella me deja, claro. Un día ella decidirá que lo que le gusta es la esgrima, yo qué sé, y entonces seré yo el que tendré que aprender... En garde! 

No, no hay tal necesidad de conciliar vida familiar/vida marítima, por lo mismo que navegar (o, insisto, “esta cosa de los barcos”) no es lo mismo que “velear”: se practica de infinidad de maneras, además de estando a flote, porque más bien es la forma en que practicas el resto de cosas. La forma en que paseas – los sitios por los que paseas, la forma en la que lees, la forma en la que te relacionas socialmente y te posicionas en tu comunidad… la forma en la que, en fin, miras alrededor. No se abandona “esta cosa de los barcos” porque se convierta uno en padre. Sino que se es padre afectado o condicionado por esta cosa de los barcos, como estaré condicionado por mi profesión, o por tener raíces en un determinado lugar, sin que eso mejore ni empeore mis posibilidades de acompañar a mi hija en sus andanzas.

Por otro lado, la libertad no es un producto terminado que merezca ser estocado en un bunker, para contemplación, sino que es una materia prima que poner en producción. La libertad está para empeñarla, para comprometerla, como un recurso que apostar para intentar llevar una vida plena. La libertad está para perderla (eso sí, conviene elegir bien en qué). Sin ir más lejos, tener un barco o enrolarse en una travesía, que son decisiones comúnmente percibidas como actos de libertad, en realidad son un empeño de una porción de esa libertad: el compromiso permanente de cuidarlo y ser digno de él (comprar el barco), el sacrificio de soportar lo que el mar te tenga preparado (la travesía).

Claro que “velear” no va a ser lo mismo. Elemental. Como tampoco ir al cine, o simplemente salir de casa. No preveo (ni ansío) volver a cruzar el Atlántico en los próximos tiempos. Ni tampoco se me pasa por la cabeza meterme con un bebé abordo en un mar con olas de 3 metros (salvo imprevisto).

Jill Schinas lo resume con toda perspicacia en su libro Kids in the cockpit, lo más riguroso y realista que he leído sobre la materia. Hay tres soluciones al problema de navegar con niños pequeños. La primera es resignarse, vender el barco, y consolarse con la idea de que puedes comprar otro cuando los niños hayan crecido. La segunda es anticuada: mamá es la que se resigna a dejar de navegar; papá sigue navegando y el barco se convierte en su juguete, que disfruta con sus amigotes el fin de semana (un pelín triste, añado yo). La tercera alternativa es navegar todos juntos (el único escenario imaginable); pero claro, obliga a ajustar expectativas, y a aplicarse duro para que los pequeños estén a gusto abordo.

Sailing the Atlantic in the company of two tiny tots was the hardest thing I have ever done in my life.
(Jill Schinas, Kids in the cockpit)

There is no way around the fact that cruising with children is harder than cruising without them. But I think the same can be said of shore life. 
(Lim and Larry Pardey. The Capable Cruiser: The Question of Children and Cruising)


Explorar esa tercera vía me parece tan sugerente como sentarse delante de una carta náutica recién desplegada sobre la mesa, aún sin rumbos trazados ni anotaciones a lápiz, con su batimetría, sus calas de abrigo, sus bajos, sus luces, sus faros… y ponerse a planificar travesías, sabiendo a ciencia cierta que no todo está en tu mano. "Ya veremos".

El bateeiro "Xa veremos", en el puerto de Moaña.



¿Y Wendy qué opina? (Wendy es como se llama nuestro Amigo 27) Pues está encantada, que se lo noto yo. Como uno más de familia: ilusionada con la idea de tener un bebé abordo (poniéndolo todos patas arriba), y algo ansiosa por la parte de responsabilidad que le va a tocar.

Ahora que el tiempo escasea, nuestros escarceos más recientes han sido apresurados, sin tiempo para, por ejemplo, darse el gusto de fregarle la cubierta y el casco con un buen champú. Pero voy descubriendo otras fórmulas…

Cuando surge la necesidad de hacer una compra familiar en Vigo, que es la gran ciudad que tenemos del otro lado de la ría, me acuerdo de que el barco es, antes que ninguna otra cosa, un medio de transporte. Así que en vez de coger el coche, hacer cola en unos cuantos semáforos, y meterme en un parking bajo tierra… me acerco al muelle de mi pueblo, largo amarras de mi propio barco, y cruzo la ría a vela, de compras. Como un veneciano aristócrata, que en vez del vaporetto se cogiese su motora Riva para cruzar a Lido a tomarse un cocktail.

Atraco por un ratito en el pantalán de espera del Real Club Náutico, y desde ahí estoy a un paseo del centro de la ciudad. No hace mucho fui a recoger un complemento para la sillita de paseo de mi hija, que habíamos dejado encargado en unos grandes almacenes. Al volver al puerto, apresurado, me despisté mirando la estatua que allí hay de Julio Verne, en agradecimiento a su mención a Vigo en sus “20.000 leguas…”. Cuando volví la vista a los pantalanes, en busca de mi barco, me fijé en otro por allí atracado, bien bonito, la verdad, pequeño, pero muy bien proporcionado en formas clásicas. “Míralo” -pensé- “ahí flotando todo hermoso, ¡qué bien debe navegar!”. Reanudé la marcha, un poco desorientado por las prisas y esas distracciones imprevistas, hacia donde creía que estaba mi propio barco. Hasta que caí en la cuenta de que AQUEL era mi propio barco… 

Club Náutico de Vigo

Largué amarras, subí abordo e icé velas, todo en uno, como quien monta un caballo. Y me volví a casa pensando en la suerte que es tener el barco en el que uno se fijaría si no fuese suyo. Llevado por la vanidad, me dio por dar un par de bordos en la estela de un vaporetto que zarpaba a la vez que yo, con algunos pasajeros sentados en la cubierta superior. Cuando se me sube a la cabeza, me creo que los que navegamos a vela tenemos la gran responsabilidad de embellecer el paisaje y la escena a quienes puedan estar contemplando la ría en ese momento.

Ría de Vigo, boca Sur.

No, nada es lo mismo ahora que somos tres, ni en el mar, ni en tierra. Todo es mucho mejor.


4 comentarios:

  1. Siento una enorme alegría, y también emoción, al leer lo que cuentas.....y eso que me pierdo la opinión de los que escriben en otra lengua.

    ResponderEliminar
  2. Hola Pablo. Enhorabuena por el nacimiento de vuestra hija. Estoy seguro que Wendy estará encantada con su nueva tripulante y que la acunará con su suave balanceo...

    ResponderEliminar
  3. Me sumo a los comentarios anteriores.
    (Y me permito añadir una frase que largó alguien hace poco, cuando cumplí cuarenta y dos años: "yo hasta los cuarenta cinco bien, luego ya va todo cuesta abajo". En fin...)

    ResponderEliminar
  4. Ante todo me encanta la reflexión que haces Pablo.
    Y voy a permitirme una frase que quizás ya está muy gastada: Una cosa para perderle hay que tenerla y cuando la pierdes, la valoras; a pero algunas veces merece la pena.

    ResponderEliminar