miércoles, 9 de marzo de 2016

The sing of the shore



Gracias a la lectura del blog de Bill Whateley, Beyond Steeple Point, he descubierto esta expresión del inglés marítimo, al parecer típica de Cornualles (copio literalmente de aquí):

The sing of the shore: the sound made by waves breaking, varying with the nature of the shore – sand, pebbles, boulders, scarped cliffs, or reefs and ledges of rock – and thus giving the experienced fisherman indication of his position when fog or darkness make land or lights invisible.

(A Glossary of Cornish Sea-Words, R. Morton Nance. Federation of Old Cornwall Societies, 1963).

Me ha parecido muy bonita, de esa belleza precisa y diáfana propia de los términos marítimos en todas las lenguas.

Para mí, el canto de la orilla suena con toda claridad en la Costa de la Vela, esa franja de tierra abierta al océano, entre
la Ría de Vigo y la Ría de Pontevedra, especialmente larga y escarpada a causa de la forma de yunque con la que remata la península del Morrazo.

Si costeas, los bajos Os Biduidos y el inicio del archipiélago de las Cíes forman con la tierra firme un pasillo de un par de millas que estás obligado a seguir. En función de la dirección del viento, es habitual que tengas que hacer varios bordos ó trasluchadas, por lo que, para aprovechar la anchura de ese pasillo, conviene arrimarse lo más posible a esos acantilados del Morrazo.

Cuando navego sólo en esa ruta, me entretengo acercándome más y más a la costa, para identificar con marea baja las rocas de Chan de Outeiro, o la fisonomía exacta de los islotes de As Osas. Al alcanzar cierta proximidad, la sonda no engaña: 30 metros, 20 metros, 15 metros… y es hora de trasluchar, porque pasada la batimétrica de los 10 metros hay bajos en varios puntos. Tampoco engaña la altura de la montaña, que cae a pico sobre el mar: cuanto más te arrimas, más hay que levantar la cabeza para ver allá en lo alto la cima de O Facho (139 metros, según la carta), como si el cuello fuese un sextante corporal que diese por trigonometría la distancia exacta a la orilla. 

Pero ninguna de esas señales visuales son necesarias. Si cierras los ojos, el canto te dice dónde estás: crece el rugido de las rompientes de tal forma, que sabes perfectamente que ha llegado la hora de trasluchar y alejarse de nuevo. Un instinto te grita que no te conviene que crezca más ya ese sonido, que es un verdadero estruendo sin cadencia alguna, en el que es imposible distinguir olas individuales, todo es rompiente perpetua y espuma.

El canto de la orilla suena, también, cuando aúpo a mi hija al colo, para que pueda ver por fuera de la ventana abuhardillada, que abrimos por un rato para despedir el día con la última luz, al caer la noche. Se ven dos remolcadores maniobrando un mercante afuera del muelle de reparaciones del astillero Metalships; se ve el faro de La Guía, que empieza a alumbrar con su característica ocultación isofase; se ve la lancha de pasaje traer de vuelta a Moaña a los que de mañana cruzaron a Vigo para su jornada laboral… 

Pero tampoco aquí hace falta ver para situarse: si cierras los ojos, y el ruido de la carretera no lo contamina, entonces oyes las olas cargando pacíficamente sobre la orilla de la playa, que es abierta y alargada; oyes el graznido de las gaviotas, y las campanas de la capilla de San Juan de Tirán; y cuando sopla suroeste, oyes también el mecer de las copas de los árboles que jalonan la costa.

En estos días pre-primaverales, además, el canto de la orilla viene acompañado del ladrido de los perros en los núcleos rurales vecinos, alertándose unos a otros, quién sabe, de que llega la noche con sus misterios. Mi hija, fascinada por esos ladridos en la distancia, levanta el dedo también en advertencia, y me confirma en voz baja, casi con un suspiro: “guau, guau…” (“atención: no les vemos, pero les oímos… están ahí”).


Les estoy muy agradecido a los dos (al Sr. Whateley y a mi hija) por provocarme la consciencia de que ese canto existe, y de que debemos (nos conviene) detenernos a escucharlo. Y también por recordarme, tan lúcidamente (con sus textos y sus fotografías; con sus suspiros), la suerte que tenemos de estar vivos, a salvo de las rompientes.



2 comentarios:

  1. Qué bien escribes caballero! Por mucho que me guste el relato, yo soy de los que escucho el mar desde lejos!

    un abrazote!

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