lunes, 19 de mayo de 2014

Varnishing days (ganar, ganar, ganar, y volver a ganar)


La infancia (que no sé por qué se tiene por “etapa”, cuando en realidad nunca se acaba, todo es infancia), deja recuerdos de verdadera mística. Uno de ellos es ir con mis padres y mi hermano a “echar la motora”, acontecimiento anual de botadura del barco familiar, que hacíamos nosotros mismos. La motora, “la lancha”, era una Taylor 49, un super-ventas de aquel entonces en toda la cornisa cantábrica (años 70 y primeros 80), aún hoy muy visto por allí, con esas formas rectas vintage inconfundibles, que ni Tony Manero…

Los medios de botadura eran el remolque sobre el que pasaba el invierno, que era naranja butano, supongo que porque estaba pintado de minio; y cualquier rincón de la ría que tuviese una rampa, o un camino que con pleamar se adentrase en el agua. Así de simple. El resto lo hacía Arquímedes.

Por aquel entonces no había grúas en
los puertos. O sí las había, de manivela y engranajes desmultiplicadores, pero ya estaban fuera de servicio (hoy las han desaparecido, lástima, tan hermoso objeto de arqueología industrial), y aún no habían llegado los travel-lifts y afines. En la gestión portuaria, veo aquello como un cambio de ciclo: empezaba a oficializarse la náutica de recreo como “uso” de los puertos, hasta entonces exclusivamente pesqueros. Tampoco había, apenas, presencia de las autoridades ambientales sobre el medio acuático, por lo que cualquier lámina de agua era accesible. La verdad es que apenas había barcos de recreo, por lo que la falta de regulación se debía probablemente a que no había nada significativo que regular. Se contaban unas pocas motoras con los dedos, y para mi hermano y para mí era una gesta ser el barco más rápido de la ría de Ares: aquel fueraborda Johnson de 60 caballos a todo gas, sobre un mar con poca ola, casco planeador… imbatible.

Enganchábamos el tal remolque al coche familiar, que por aquel entonces debía ser un Citröen GS (otro vintage), y nos íbamos los cuatro a algún recodo solitario y sombrío del río Eume. Marcha atrás el remolque, lentamente entrando al agua calma, uno de nosotros a cada costado del barco, mojados hasta la cintura, hasta que toda la eslora tomaba contacto con el agua, gradualmente de popa a proa, y el río acogía por completo la obra viva, con sonidos acuáticos de encuentro pacífico – flop flop. El barco quedaba flotando, liberado del remolque, listo para darnos un verano de puro regocijo, siendo los más rápidos a este lado de la Marola.




Después de una lista innumerable de alegrías durante todas las “etapas” que vinieron después, aquella misma pilotina sigue hoy a flote, con 40 años sobre la quilla, siendo mi hermano su principal usuario. La silueta de ambos (casco naranja, ella; de pie a la rueda, él), es un rasgo característico del paisaje veraniego de aquella ría. Ese punto colorido sobre el azul del mar, visto pequeñito desde lo alto de la curva de San Martiño, es un fogonazo de vigor en el conjunto del cuadro, como aquella boya roja pintada por sorpresa por Turner sobre “The City of Utrecht, going to sea”, durante los varnishing days de la Royal Academy, para desesperación de Constable.

La vieja pilotina tiene achaques propios de la edad. Sentimentalismos aparte, la cuestión es puramente técnica. Hay quien recomienda tirar con ella y comprar otra, como si fuera un televisor coreano. Y hay quien cree que es posible y asequible darle un poco más de vida, eligiendo los materiales y el tratamiento adecuados. Los barcos no hablan, pero casi, y yo, encogido debajo del casco y el oído bien atento, a este no le he oído decir “no puedo más”. Veremos en qué queda la cosa.

Por ser las fechas futbolísticas que son, no puedo dejar de acordarme de cuando Amália vino a esperarnos a Vigo el día que llegamos de Rotterdam: la reconocí a lo lejos porque, para hacerse ver, agitaba al aire la bufanda del Atleti, que normalmente ponemos extendida en el sofá los días previos a las grandes citas. Menudo recibimiento.

Yo que pensé que no me gustaba el fútbol, que iba al estadio Vicente Calderón por acompañarla a ella, y resulta que el sábado pasado me salían las lágrimas en el chiringuito de playa al que fuimos a ver el partido que decidió el campeonato…

Pues sí, muchachos y mujeres, “si se cree, y se trabaja, se puede”.

Helvoetsluys; the City of Utrecht, 64, Going to Sea.
Turner añadió la boya roja en primer plano durante los varnishing days, para estupor de John Constable.

Llegados de Rotterdam

Ría de Ares (foto: Concha Cortizas)

4 comentarios:

  1. Maldita sea, a mí también se me han saltado las lágrimas al leer el texto y volver luego a mirar las fotos: quizá todo empezó en los tiempos que recoge o resume la primera imagen, la de los chavales contemplando el barco a orillas del viejo Mississippi...

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  2. Cómo siempre Pablín, tu ilusión y tu forma de soñar despierto, hacen de lo imposible posible :)
    ¡Qué vengan 40 más!!!!

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  3. Si...puede que ese día también yo estuviera en "Jajuai"-O Cerrulo (Centroña). También este verano iremos con Antón, Andrea y, quien sabe si"Albertina" o "Gaudencio"

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  4. Pablo, desconocía tu faceta de atletico. Qué grata sorpresa!!! Yo también solté una lágrima el sábado pasado, y el anterior también. Creo que es nuestro destino, llorar en las alegrías y en las desgracias.
    un abrazo!!

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